La diversidad ya no es lo que era, ¿acaso lo fue en algún momento?
Como la nostalgia, la diversidad ya no es lo que era:
y el encerrar la vida en vagones separados para producir renovación cultural
o el desperdigarlas en efectos de contraste para desatar energías morales,
eso son sueños románticos no exentos de peligro
Clifford Geertz
Parafraseando el primer punto del Pacto Social Vasco para la migración: “no es fácil hacer previsiones de futuro. Sin embargo, una cosa es segura: que la Euskadi de mañana va a ser una sociedad más diversa de lo que ya es en la actualidad. Esta diversidad no es exclusivamente consecuencia de la inmigración extranjera. La diversidad es una característica constitutiva de todas las sociedades modernas: diversidad de condiciones y estilos de vida, de identidades nacionales, pluralidad cultural y cosmovisional, etc.”.
En la cita que encabeza este texto se afirma que la diversidad ya no es lo que era, pero cabe preguntarse si es que alguna vez lo fue. Las sociedades antiguas han sido imaginadas como comunidades homogéneas, y ese imaginario domina cualquier punto de vista despistado e incluso bienintencionado, hasta el punto de ser tomado como modelo de toda unidad sociocultural y política. No sólo las sociedades modernas, también las presentes o las proyectadas hacia el futuro suelen ser poco proclives a incluir la diversidad como rasgo esencial de toda construcción social.
Frente a este parecer, hay que sostener que las sociedades antiguas eran muy diferentes entre sí pero mucho más homogéneas internamente. Las sociedades actuales son menos diferentes entre sí pero más diversas internamente.
La mayor riqueza humana que permiten las sociedades complejas no se basa en diferencias entre grupos culturales circunscritos a un territorio, sino en diferencias inter-subjetivas e inter-grupales. Somos sociedades mestizas y complejas en las que las identidades culturales se asemejan a un cielo nublado: no se sabe dónde termina una nube y empieza la siguiente, pero sí sabemos que hay infinitas nubes.
Sin embargo, parece que la diversidad no encuentra su punto virtuoso. O pasa desapercibida por eclipsada u ocupa un espacio desmesurado por exageración con lo que suele ser fuente de nuevos procesos de esencialización. De ahí que los usos de la diversidad requieran de una gestión atenta, compleja y cuidadosa.
Estos usos deben tener un límite, lo que en principio parece que es una contradicción. Por un lado, la diversidad, en tanto situación de hecho y estado habitual de toda sociedad o grupo humano, lo que más precisa es de una buena descripción de sus dinámicas que siempre van de la mano de factores económicos, políticos y sociales. Como las nubes, la diversidad crea diferentes formas y contornos que con un leve soplo de aire cambian y dan lugar a otras.
Por otro, no es menos cierto que la diversidad se construye a través de rasgos o pautas culturales de larga duración en el tiempo que dan sentido a la vida de muchas personas y grupos humanos. Así, es necesario que desde las instituciones se de una respuesta a las demandas de respeto y reconocimiento de la diferencia que muchos grupos plantean. Sin embargo, tampoco podemos volver a caer, desde una mala comprensión de estas políticas, en esencialismos identitarios que encajonen a las personas y grupos en departamentos estancos sin posible interacción y comunicación.
Estamos ante dos extremos que caracterizan nuestra historia occidental y su relación con la diversidad cultural. O la disolvemos desde un universalismo ciego a las diferencias o la sobredimensionamos desde un relativismo supuestamente reparador que nos conduce a la incomunicación entre y con aquellos considerados esencialmente diferentes.
No estaría de más tratar de recuperar un equilibrio virtuoso entre estos dos extremos. Quizás podemos, sin regresar al antiguo universalismo etnocentrista y sin encerrarnos en posmodernos refugios identitarios, recuperar lo que humanismo histórico nos enseña acerca de la capacidad que tenemos de vincularnos con el fondo común de la experiencia humana. Porque en suma, como dice Renaut, no nos humaniza tener una identidad, sino reconocernos dentro de ella.
No caer en la glorificación de la homogeneidad cultural ni caer en las trampas de la diversidad. Esta es una buena receta para comprendernos y para comprender.
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